Tanto el proyecto de la unidad popular de 1970-73
-aún recuerdo a allende cavando su propia tumba
como azaña en la ii república española- como
el de 2022, desde mi lejana ventana al otro lado
del atlántico parecen los planes de unos grupos
convencidos de tener la la historia de su parte,
mesiánicamente dispuestos a reescribir el país entero
como si fuera una página en blanco.
Por: Antonio-Carlos Pereira Menaut (España)
Profesor ad honorem, U. de Santiago de Compostela, Galicia. Ha publicado repetidas veces en Chile. Profesor visitante en varias universidades chilenas.
Puede sonar pedante que un extranjero se atreva a opinar como si conociera Chile cuando no conoce bien su propio país. Pero como lo propio de los profesores es profesar, me atreveré a exponer mi visión del 4 de septiembre en unos rápidos brochazos que quedan sometidos, desde luego, al juicio soberano del lector.
No todos se siguen uno del otro; pero vistos en conjunto contribuyen -espero- a componer un cuadro general.
- Lo más obvio es la participación masiva y el rechazo masivo. No conozco todos los plebiscitos y referendos constitucionales habidos en el mundo, pero muy pocos habrán concitado tanta participación ni tampoco un tan masivo y frontal rechazo de un proyecto constitucional oficial.
- Segundo: en realidad, el país no estaba dividido por mitades, como se nos decía. Ni tampoco las mitades son internamente homogéneas; así, los vencedores estuvieron unidos en lo que rechazaban pero –explicablemente– no en lo que desean, como ahora vemos aflorar. Problema: sobre un acuerdo de carácter solo negativo, un acuerdo solo sobre lo que rechazamos, no es fácil construir una constitución duradera. Hay quien opina que Loncón, Izkia Siches, Boric y compañía, mal de su grado, han reverdecido la historia e idiosincrasia chilenas, desde lo esencial hasta lo simbólico, lo cual alimenta el patriotismo. Durante siglos Chile había sido el país hispanoparlante de mayor acuerdo fundamental; pero en 2019 eso parecía pertenecer al pasado. ¿Puede reverdecer, como una planta que se vuelve a regar, incluso cuando la tierra es ya otra? Tal vez, el tiempo lo dirá.
- Tercer punto. Se trataba de un proyecto de élites, de unas minorías nada despreciables y no pequeñas, pero no era un proyecto mayoritario. Tanto el proyecto de la Unidad Popular de 1970-73 -aún recuerdo a Allende cavando su propia tumba como Azaña en la II República española- como el de 2022, desde mi lejana ventana al otro lado del Atlántico parecen los planes de unos grupos convencidos de tener la la historia de su parte, mesiánicamente dispuestos a reescribir el país entero como si fuera una página en blanco, llevándose por delante instituciones, historia y lo que fuere. Desde el lenguaje al tipo de derechos, desde la neurodiversidad al maritorio y el delirio identitarista, eran ideas de origen nada popular. Que la gente más sencilla, indígenas incluidos, votaran masivamente “Rechazo” dice mucho sobre ese elitismo del plan ahora fracasado.
- Allende en 1972 y Boric y los suyos ahora se equivocaron de país. Tal vez sus planes pudieran triunfar en otras partes de Latinoamérica; en Chile, difícilmente. Por tanto, una de las posibles lecturas del gran “Rechazo”, es: “para bien y para mal, Chile no ha dado el paso de convertirse en un país latinoamericano más”. Nada nuevo: tampoco lo dio, para bien y para mal, cuando las Malvinas, en 1982.
- Quinto brochazo. Personalmente, yo no comenzaría un nuevo proceso constituyente bajo Gabriel Boric, tan implicado en el texto rechazado que su programa de gobierno era, más o menos, la fallida constitución. Un presidente con mucho poder y mucha parcialidad, y ahora quizá resentido, no es lo mejor para la tarea que Chile tiene por delante. Al triunfar tan estrepitosamente el “Rechazo”, Gabriel Boric ha quedado moralmente deslegitimado y debería dimitir aunque, huelga decirlo, no tenga obligación legal de hacerlo.
- La nueva Constitución no entrará en vigor y Boric y los suyos nunca gobernarán bajo ella, con lo cual algunas interrogantes que solo el tiempo aclarará han quedado sin responder. Pero no son ociosas. ¿Cuán anticapitalista era realmente la constitución non nata? Y en concreto, ya que hay varios capitalismos, ¿resultaría negativa para el capitalismo local, pero no para Gates, para el Foro Económico Mundial y demás? Si hubieran triunfado los defensores del “Apruebo”, ¿a quién iban a oponerse de verdad? ¿A la Agenda 2030 o más bien a los padres y madres de familia corrientes? En otras palabras: ¿Alguno de los grandes poderes globales iba a tener motivo para sentirse amenazado o perjudicado: la ONU, China, EE.UU., la OMC, la OMS, Davos? Al final, ¿podría ser otro caso más de izquierda sexual, cultural e identitaria, de esas que no amenazan a «los que mandan en el mundo» pero empobrecen a las personas corrientes y a las familias, como la izquierda española?
- Séptima pincelada de este bosquejo. Parece que ni a los partidarios del “Rechazo” ni a los del “Apruebo” les preocupara gran cosa la relación entre la constitución nacional y la globalización. En un mundo de leyes, tribunales y derechos supranacionales, que a veces hacen reformar las constituciones sin el consentimiento del respectivo pueblo, un mundo en el que alguien tiene poder para que todo el planeta estornude con el brazo en idéntica posición, el problema puede ser serio. En mi opinión –puede que me influya el vivir en la UE– se trata de un tema que hay que afrontar y cuanto antes. Aunque un país se incluya en un proceso de integración, como la mayoría, cualquier magna carta del siglo XXI deberá garantizar la identidad constitucional y un mínimo (o no tan mínimo: vean la sentencia alemana sobre Lisboa) de autodisposición sobre el «núcleo duro» nacional. Llámenle, si gustan, «soberanía»; no pelearé por las palabras.
“Parece que ni a los partidarios del ‘Rechazo’ ni a los del ‘Apruebo’ les preocupara gran cosa la relación entre la constitución nacional y la globalización”.
Como colofón, les brindo una reflexión desde la experiencia española. La Constitución de 1978 es, con diferencia, la mejor o menos mala de las españolas y tiene muy pocas reformas. Pero su realidad de 2022 es muy distinta de la de 1978. ¿Por qué? Porque hacer una magna carta es, aunque no lo parezca, ponerla en manos de jueces, legisladores, políticos, tribunales supranacionales y demás operadores constitucionales reales, por muy marmóreas que sean las palabras en que esté grabada. Queridos amigos chilenos de todas las tendencias: ¿os vale la pena embarcaros en hacer una constitución completamente nueva? ¿Tan seguros estáis de que dentro de 10 o 15 años no parará en las manos de más o menos los mismos operadores constitucionales que manejarían la anterior, en caso de que decidierais continuar con ella?