El prócer cubano josé martí, en pleno
proceso de organización de nuestra guerra
de independencia, le escribió al más notable
militar de la insurrección, el dominicano
máximo gómez: “un pueblo no se funda,
general, como se manda un campamento”.
Por: Pedro Corzo (Cuba)
Periodista y escritor
El concepto inicial de república, promovido por los pensadores griegos, ha evolucionado drásticamente con un resultado formidable: la constitución del ciudadano, el individuo consciente de sus plenos derechos y deberes en la comunidad. Los pensadores griegos, principalmente Platón, intuían que el concepto debía abarcar más, pero aparentemente también percibían que sus compañeros de viaje no estaban aptos para propuestas en las que todos sus vecinos fueran potencialmente iguales. Algo que todavía molesta a más de un cromañón y que entusiasma a quienes defienden el concepto del igualitarismo, más allá de su interpretación y aplicación ética.
El tiempo, verdugo implacable en lo que a destruir respecta, ha hecho posible también que el prójimo especule sobre temas y asuntos trascendentes, reservados en el pasado a personalidades excepcionales. Por esa razón me parece muy prudente aceptar el reto de exponer, como ciudadano de a pie, mis consideraciones de lo que significa en esta contemporaneidad la noción de república para quienes nos consideramos ciudadanos.
La república como sistema de organización del Estado no puede estar sustentada sobre paradigmas que conculquen el derecho de sus ciudadanos, ni sobre formas de discriminación dictadas por quienes gobiernan, o por gestión de facciones poderosas como las del crimen organizado, ingenieros sociales o fundamentalismo religiosos que miran al ser humano como un ente sin derechos.
Tampoco se debe reconocer como sustancial la visión republicana que promueve privilegios o segregación por clases sociales, origen étnico, confesión religiosa u orientación sexual. Aceptar tales propuestas sería como retornar a una república de esclavos, en la que el derecho de los otros está limitado por los nuestros.
Nicolás Maquiavelo destaca la importancia del equilibrio social y la relevancia de un balance dinámico entre los factores antagónicos. Y la contemporaneidad nos ha enseñado que es conveniente que ninguna de las partes en pugna pierda su identidad ni sus objetivos porque, como bien expresara Tomas Mann, “la tolerancia es un crimen cuando se tolera la maldad”. Algo similar remarcó Edmund Burke, al decir que “hay un límite en el que la tolerancia deja de ser una virtud”. La tolerancia es parte sustancial de una república, pero esa identidad no debe corromperse al alienar los derechos del ciudadano medio, privilegiando a un sector de la población sobre otros.
En la actualidad enfrentamos propuestas políticas y sociales como las “ideologías de género” y los “estados plurinacionales” que, más allá de sus reales intenciones, son planteamientos que en el mejor de los casos encubren planes de instituir una discriminación positiva. Una discriminación como la que se implementó hace años en Estados Unidos con la “política de acción afirmativa”, que aplicaba medidas para garantizar el acceso a sectores sociales, étnicos o minoritarios que habían padecido sistemáticamente discriminación, lo que a su vez generaba lo que sus promotores denominaron discriminación positiva.
La historia ha demostrado que no hay república a salvo del acecho de depredadores que, con el argumento de resolver los problemas existentes, solo los agudizan al crear mayores crispaciones y dificultades. No deberían ser consideradas repúblicas aquellos estados que son conducidos por autócratas, cofradías partidarias o confesionales. Esas son condiciones que violentan premisas básicas del republicanismo contemporáneo, como lo son: la igualdad ante la ley, la separación de los poderes públicos, el respeto a los derechos civiles, el voto secreto, directo y universal, la alternabilidad en el liderazgo, el funcionamiento de fuerzas políticas antagónicas y, por supuesto, otras condiciones no acotadas.
Maquiavelo defendía la existencia de dos partidos políticos, condición que los tiempos modernos ha demostrado no ser suficiente en algunas repúblicas. Además se aprecia que en aquellas sociedades en las que no funcionan varios partidos políticos la gestión social pasa a ser manipulada por un grupo pretoriano. La ausencia de fuerzas políticas organizadas incide directamente en el surgimiento de líderes populistas que, por sus objetivos y actuación, favorecen la extinción de las repúblicas, como ha ocurrido en Cuba, Nicaragua y Venezuela.
La igualdad ante la ley no existe si no hay elecciones plurales y secretas, en las que tengan derecho de participación toda la ciudadanía. La interdicción política de un elector –al igual que la prohibición de factores políticos, individuos u organizaciones– niega sustancialmente la existencia de la república.
Los regímenes dictatoriales no deben ser considerados republicanos, aunque sus conductores hayan instruido normas de ese tipo para acceder a su gestión, gracias a la manipulación que ejercen sobre la justicia. El uso de este poder público para controlar el entorno político es la manifestación más definidora de lo opuesto a una república.
“Para Aristóteles “la virtud radica en la mesura, el equilibrio, la moderación, el término medio, la vida intermedia, que evita los excesos en ambos sentidos. El mejor régimen será el que alcance tal punto medio”.
El capitalismo de estado que apreciamos en las desaparecidas repúblicas soviéticas, incluida la propia ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, gestó la formación de lo que el teórico yugoslavo Milovan Djila llamó “la nueva clase”. El capitalismo de estado, en oposición a la gestión capitalista independiente, es un importante factor de discriminación política que a su vez dificulta el surgimiento y desarrollo de pensamientos ajenos a la visión oficial. El control de la economía es una forma de dictadura porque la gestión pública demanda amplios recursos a los que no tienen acceso los descontentos, viéndose estos obligados a recurrir a aliados extranjeros, lo que utilizan esos “republicanos” para demonizarlos.
Para Aristóteles “la virtud radica en la mesura, el equilibrio, la moderación, el término medio, la vida intermedia, que evita los excesos en ambos sentidos. El mejor régimen será el que alcance tal punto medio”. Ese objetivo debería buscar todo pensador u operador político; pero es una condición que niegan los que promueven repúblicas “cesarianas”, en las que el ejercicio político y la gestión económica está bajo la autoridad de las mismas personas.
El prócer cubano José Martí, en pleno proceso de organización de nuestra Guerra de Independencia, le escribió al más notable militar de la insurrección, el dominicano Máximo Gómez: “Un pueblo no se funda, general, como se manda un campamento”. Eso siempre ha conducido a este modesto escribidor a pensar que un país que es gobernado como si fuera un campamento puede ser cualquier cosa, menos una república.