El capitalismo woke le hace un enorme daño a la
democracia a través del individualismo desatado, de
políticas identitarias que acaban con la noción de
igualdad ante la ley. dificultan la preservación de la
democracia sin apellidos, cuando llevan al gobierno
la cancelación y la superioridad moral, al negar la
legitimidad democrática de aquellos que no piensan igual.
Por: Ricardo Israel (Chile)
Abogado (Universidad de Chile, Universidad de Barcelona), Máster y Dr. (PhD.) en Ciencia Política (University of Essex); excandidato presidencial en Chile (2013).
Hay muchas definiciones de capitalismo, pero la más simple y compartida afirma que es aquel sistema económico y social basado en la propiedad privada, la libertad de emprender y la asignación de recursos a través del mercado.
La república es a la vez una forma de estado y de gobierno, caracterizada por la institucionalidad y el respeto a la ley, ambas a través del Estado de derecho. Apareció en Roma y la primera república representativa fue Estados Unidos, al aparecer en la historia como república constitucional, con una Carta Magna que anuncia algo inédito en su preámbulo, con las palabras “Nosotros el pueblo”.
A partir del fin de las monarquías absolutas se entendió que las monarquías constitucionales podían ser también repúblicas, con el o la monarca como jefe de Estado. Ejemplo de ello es el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, con una legislación que regula completamente la institución; su rey es además jefe de estado de muchas excolonias en el Caribe o en África, expresándose a través de un(a) gobernador(a) general, y legitimándose aún más en aquellos países que, como Australia, han recurrido al plebiscito para mantener sus formas institucionales.
La relación entre ambas tradiciones, la capitalista y la republicana, ha sido siempre estrecha, avanzando juntas hacia la misma dirección. Pero siempre han estado amenazadas ambas desde distintas orientaciones políticas, en distintos lugares y bajo distintas culturas. Sin embargo, siempre han logrado sobrevivir a esos desafíos, consolidándose esa vinculación en los principales países democráticos del mundo, aquellos a los cuales buscan llegar las masas inmigrantes, que huyen de dictaduras y de falta de oportunidades, en busca de una vida mejor.
Este binomio ha sido positivo en términos históricos para el progreso de la humanidad. Y el capitalismo ha necesitado siempre al Estado de derecho, entre otras cosas para defender a la propiedad privada.
Así como la Revolución Cultural china del siglo pasado fue un gigantesco intento de acabar con la herencia de Confucio, este movimiento occidental de las élites combate la herencia de la Ilustración, incluyendo aportes tan notables como la libertad de pensamiento y la libertad de opinión. Ambas versiones de revolución cultural se unen para derribar estatuas y borrar la presencia en el espacio público de lo que no les gusta.
La novedad del siglo XXl es un desafío desde un lugar inesperado, ya que desde el interior del capitalismo está surgiendo una amenaza a la república y a sus instituciones más queridas. No desde sus enemigos tradicionales, como el comunismo o el fascismo del siglo XX, sino de una nueva variedad, que desde los países desarrollados se ha internacionalizado hacia sociedades menos prósperas, presentándose en algunos lugares como una derivación posmoderna del capitalismo, es el llamado “capitalismo woke”.
Se presenta a sí mismo como una forma de supe[1]ración de la democracia, como una posdemocracia al mismo tiempo que una propuesta económica adecuada al siglo XXI y a la globalización que se vive. No ataca al mercado, pero sí a la democracia y a las instituciones republicanas. Tienen su propia revolución cultural, ya que lo suyo se inicia en el plano ideológico, y aspira –en la variedad totalitaria– a imponerle sus ideas y proyecto político al resto de la sociedad.
Así como la Revolución Cultural china del siglo pasado fue un gigantesco intento de acabar con la herencia de Confucio, este movimiento occidental de las élites combate la herencia de la Ilustración, incluyendo aportes tan notables como la libertad de pensamiento y la libertad de opinión. Ambas versiones de revolución cultural se unen para derribar estatuas y borrar la presencia en el espacio público de lo que no les gusta.
El capitalismo woke le hace un enorme daño a la democracia a través del individualismo desatado, de políticas identitarias que acaban con la noción de igualdad ante la ley. Dificultan la preservación de la democracia sin apellidos, cuando llevan al gobierno la cancelación y la superioridad moral, al negar la legitimidad democrática de aquellos que no piensan igual, ya que desconoce la legitimidad del otro. Intenta controlar nada menos que la producción de ideas y hasta el nombre de ellas, con lo que se impide el consenso ya que, como sistema de poder, la superioridad de la democracia radica en que permite la resolución pacífica de los conflictos.
No basta con ganar elecciones, ya que este es solo un aspecto, se requiere además la separación de poderes y el imprescindible diálogo. Y ello pasa por aceptar a los otros, y no imponer una sola visión a la sociedad, sino la coexistencia entre las alternativas. Sin ello, simplemente no son democracias. Es, por ejemplo, lo que ocurre en muchas universidades, instituciones que durante casi un milenio defendieron las libertades, y que hoy persiguen en su interior a quienes no se conforman; y en muchas de ellas predomina hoy la intolerancia.
El “wokismo” tiene su origen en un término en lengua inglesa que habla del despertar. Ha sido notorio su éxito en grandes empresas globales, con la idea de que no solo deben producir bienes y servicios, sino sobre todo usar ese inmenso poder para que administradores y propietarios inclinen la balanza a favor de solo una posición –en cada uno de los temas que a ellos les son importantes–, en nombre de lo que ellos llaman “justicia social”.
“La relación entre ambas tradiciones, la capitalista y la republicana, ha sido siempre estrecha, avanzando juntas hacia la misma dirección. Pero siempre han estado amenazadas ambas desde distintas orientaciones políticas, en distintos lugares y bajo distintas culturas”.
Son guerreros de sus causas. A diferencia de los monopolistas del pasado, los actuales activistas billonarios no solo defienden intereses, además aportan la novedad de que buscan imponer sus ideas al resto de la sociedad. No ocultan sus objetivos, y muchos medios de comunicación hoy también siguen sus dictados. Y los comunicadores, en vez de presentar las distintas posiciones, toman partido por las de este sector en forma sesgada, lo que es parte importante del descrédito de estos medios a nivel internacional.
No solo es la negación de instituciones tan importantes para la república como la libertad de opinión, sino también la corrupción de ellas, ya que aprovechan la unión entre un programa político y el poder económico para imponerse a sus rivales y empequeñecer las alternativas. También se expresan con hipocresía en la crítica a la democracia de Occidente, en contraste con su falta de rigor y crítica a China, país donde no existe aquello por lo que dicen luchar. Por ejemplo, en términos de minorías raciales y disidencias sexuales.
Nada expresa mejor lo anterior que las grandes empresas tecnológicas, que ni siquiera pueden ser llevadas a tribunales por lo que en sus redes se emite o aparece, en virtud de una legislación que proviene en Estados Unidos, de los años noventa. Esa legislación les permite hacer censura selectiva a lo que no les gusta. La acusación de hipocresía proviene no solo porque se censuró al propio presidente de Estados Unidos en la campaña presidencial del 2020, sino porque no se censura a líderes terroristas o dictadores.
Aún más llamativo fue el establecimiento de una verdad oficial propia al censurar afirmaciones en las que no hay una sola verdad científica. Eso sucedió con las opiniones en relación con un virus nuevo, que originó la pandemia de Covid-19. En otras palabras, usar el poder económico para una agenda política desacredita no solo al proceso democrático y sus reglas; también lo hace con las instituciones republicanas, ya que son estas las que debieran mandar, y no el poder del dinero. Se cuestiona así la propia idea de un Estado de Derecho, esta vez no desde posiciones anticapitalistas, sino desde una variedad de ellas
Así como hay muchas personas que temen a los oligarcas rusos y su relación con Putin, también existe similar temor hacia los jerarcas de las grandes empresas tecnológicas (big techs). Han demostrado no ser mejores que los jerarcas chinos, esta vez excluyendo a las posiciones conservadoras. En Estados Unidos, lo que se llama “Corporate America” se une al wokismo y a las grandes tecnológicas no para el bien, sino para censurar en nombre de la verdad oficial. Se agregan expresiones similares en universidades y medios de comunicación. Y logran alta visibilidad, por ejemplo, a través de la liga NBA del básquetbol y esa fábrica de sueños y de ideología que es Hollywood.
Todo eso es malo para la democracia, y aún peor para la relación histórica entre república y capitalismo. Y quizás en eso pensaba, a sus 99 años, Henry Kissinger, cuando en una reciente entrevista con la revista Time dijo que los “líderes empresariales ingresan a territorio peligroso cuando creen que pueden aplicar requisitos de éxito en los negocios al cambio político. Están tratando de usar ese campo separado para (aplicarlo al) mundo político. Si no están informados sobre los procesos históricos, es un curso potencialmente peligroso”.
Apunta justo a una característica de este wokismo, su falta de cultura e ignorancia de la historia. Como conclusión personal, con ellos, como en otras oportunidades, aparece una nueva élite, en general urbana y con estudios universitarios, deseosa de los mismos privilegios de aquella que ha sido desplazada. Una mezcla de clase dominante en lo económico con nomenklatura en lo político.